sábado, 3 de diciembre de 2011

Tokio Blues / Reseña de la novela de Haruki Murakami


Tokio Blues fue uno de los libros que lanzó a la fama internacional a Haruki Murakami, un escritor japonés que hace poco fue nominado al Nóbel y que ya desde un tiempo goza de un nutrido club de fans a nivel mundial. Como dirían algunos, su literatura se ha puesto de moda y en el Perú no son pocos los que ya han descubierto el placer de apreciar su manera de narrar historias.

Hijo de dos amantes de literatura y ex vendedor de discos, Haruki escribió este libro inspirado casi en su vida misma. El personaje, Watanabe es un universitario amantes de los libros que, para ganarse alguito, vende discos y siente una necesidad imperiosa de estar solo, aunque vive enamorado, o atraído u obsesionado de Naoko, una amiga de la adolescencia.

La historia se desliza por una línea de recuerdos, nostalgias, represiones, gustos y costumbres de las décadas pasadas en Japón que es retratada como un país conservador, sino uno muy occidentalizado, con su liberación sexual, con su música, su pensamiento y hasta en sus conversaciones cotidianas.

Cada personaje de Tokio Blues encierra un submundo aparte, una isla que solo puede comunicarse con otra isla. La gran constante de esta novela es la soledad. La individualidad. El ser subjetivo que interpreta todo desde su esquina y vive, aún sabiendo que no comprende nada o que lo comprende suficiente.

Los temas o, mejor dicho, los ingredientes de la novela -como para ser degustado por lectores de todas las edades- son: una dosis de amor, otra juventud, media taza de exploración, harta nostalgia, un balde de locura, una pizca de suicidio, dos cucharadas de sexo, un vaso de literatura universal y una botella entera de música.

La descripción, las historias paralelas dentro de la novela y el recuento de música y opiniones libros son un plus que a todo amante de la literatura le parecerá más que interesante. Un libro para degustar a solas.

El subtítulo de la novela, Norwegian Word, es el título de una canción de The Beatles:


También se hizo una película sobre el libro:


Aquí un enlace en donde pueden hallar el libro en PDF


Frases interesantes de la novela:


* Recién llegado a Tokio, cuando empecé una nueva vida en la residencia, tenía un único propósito: tratar de no tomarme las cosas a pecho, mantener la debida distancia con el mundo. Nada más. Y decidí olvidar por completo la mesa de billar forrada de fieltro verde, el N-360 rojo y las flores blancas sobre el pupitre, la columna de humo alzándose desde la alta chimenea del crematorio, el pisapapeles con forma achaparrada en la sala de interrogatorios. Al principio, pensé que iba a lograrlo. Sin embargo, por más que intentase olvidarlo, en mi interior permanecía una especie de masa de aire de contornos imprecisos. Con el paso del tiempo, esta masa empezó a definirse. Ahora puedo traducirla en las siguientes palabras: «La muerte no existe en contraposición a la vida sino como parte de ella»”.


* Hasta entonces había concebido la muerte como una existencia independiente, separada por completo de la vida. «Algún día la muerte nos tomará de la mano. Pero hasta el día en que nos atrape nos veremos libres de ella.» Yo pensaba así. Me parecía un razonamiento lógico. La vida está en esta orilla; la muerte, en la otra. Nosotros estamos aquí, y no allí.


* Naoko lucía pasadores en el pelo, pero siempre mostraba la oreja derecha. Puesto que siempre la veía de espaldas, ésta es la imagen que hoy mejor recuerdo. Cuando se sentía avergonzada, jugueteaba con el pasador. Y se secaba las comisuras de los labios antes de decir algo. Mirándola hacer estos gestos, poco a poco empezó a gustarme.


* Conforme iba avanzando el invierno, los ojos de Naoko parecían ir ganando en transparencia. Una transparencia ausente. Pronto, sin razón aparente, clavaba sus ojos en los míos como si buscara algo, y, cada vez que esto ocurría, me embargaba una extraña e insoportable sensación de soledad.


* Leía mucho, lo que no quiere decir que leyera muchos libros. Más bien prefería releer las obras que me habían gustado. En esa época mis escritores favoritos eran Truman Capote, John Updike, Scott Fitzgerald, Raymond Chandler, pero no había nadie en clase o en la residencia que disfrutara leyendo a este tipo de autores. Ellos preferían a Kazumi Takahashi, Kenzaburo Óe, Yukio Mishima, o a novelistas franceses contemporáneos. Así pues, no tenía este punto en común con los demás, y leía mis libros a solas y en silencio. Los releía y cerraba los ojos y me llenaban de su aroma. Sólo aspirando la fragancia de un libro, tocando sus páginas, me sentía feliz.

A los dieciocho años, mi libro favorito era El centauro, de John Updike, pero cuando lo hube releído varias veces, perdió su chispa y cedió la primera posición a El gran Gatsby, de Fitzgerald, obra que continuó encabezando mi lista de favoritos durante mucho tiempo. Tomar El gran Gatsby de la estantería, abrirlo al azar y leer unos párrafos se convirtió en una costumbre, y jamás me decepcionó. No había una sola página de más. «¡Es una novela extraordinaria!», pensaba. Me hubiera gustado hacer partícipes a los otros chicos de tal maravilla. Pero a mi alrededor no había nadie que leyera El gran Gatsby. Dudo que lo hubieran apreciado. En 1968 leer El gran Gatsby no llegaba a ser un acto reaccionario, pero tampoco podía calificarse de encomiable.
Pese a todo, conocí a una persona que había leído El gran Gatsby, y nos hicimos amigos precisamente por ello. Se llamaba Nagasawa…


* A mediados de abril Naoko cumplió veinte años. Puesto que yo había nacido en noviembre, ella era siete meses mayor. No acababa de hacerme a la idea de que ella cumpliera veinte años. Me daba la impresión de que lo normal sería que, tanto ella como yo—, viviéramos eternamente entre los dieciocho y diecinueve años. Después de los dieciocho, cumplir diecinueve; después de los diecinueve, cumplir otra vez dieciocho. Eso sí tendría sentido. Pero ella había cumplido veinte años. Y yo en otoño también los cumpliría. Sólo un muerto podía quedarse en los diecisiete años para siempre.


* Aquella noche me acosté con Naoko. No sé si fue lo correcto. Ni siquiera hoy, veinte años después, podría decirlo. Tal vez jamás lo sepa. Pero entonces era lo único que podía hacer. Ella estaba en un terrible estado de nerviosismo y confusión; deseaba que yo la tranquilizase. Apagué la luz de la habitación, la desnudé despacio, con ternura; luego me quité la ropa. La abracé. Aquella noche de lluvia tibia no sentimos el frío. En la oscuridad, exploramos nuestros cuerpos sin palabras. La besé, envolví con suavidad sus senos con mis manos. Naoko asió mi pene erecto. Su vagina, húmeda y cálida, me esperaba. Sin embargo, cuando la penetré sintió mucho dolor. Le pregunté si era la primera vez, y ella asintió. Me quedé desconcertado. Creía que ella y Kizuki se acostaban. Introduje el pene hasta lo más hondo, lo dejé inmóvil y la abracé durante mucho tiempo. Cuando vi que se tranquilizaba, empecé a moverlo despacio y, mucho después, eyaculé. Al rato, Naoko me abrazó muy fuerte y gritó. Era el orgasmo más triste que había oído nunca.


* Leí la carta más de cien veces. Y siempre que lo hacía me invadía una tristeza insondable. La misma que sentía cuando Naoko me miraba fijamente a los ojos. Era incapaz de soportar aquel desconsuelo, pero no podía encerrarlo en ninguna parte. No tenía contornos, ni peso, igual que un fuerte viento soplando a mi alrededor. Ni siquiera podía investirme de él. La escena discurría despacio ante mis ojos. Pero las palabras que se pronunciaban no llegaban a mis oídos.


* Los faros de los coches formaban un río de luz que discurría entre las calles. Un zumbido sordo, mezcla de varios sonidos, flotaba en una nube sobre la ciudad.


* Aquel domingo por la mañana sólo había tres ancianas en el tranvía. Cuando subí, las tres me miraron de arriba abajo y luego miraron las flores que llevaba en la mano. Una de las ancianas me sonrió. Le devolví la sonrisa. Me senté en el último asiento, contemplé los viejos edificios que iban sucediéndose, uno tras otro, a ras de la ventanilla. El tranvía casi rozaba los edificios al pasar. En el tendedero de una casa vi diez macetas de tomates y, a su lado, un gato negro y grande dormitando al sol. Más allá, un niño hacía pompas de jabón. Se oía una canción de Ayumi Ishida. Incluso podía olerse el curry. El tranvía se abría paso entre la intimidad de las callejuelas. A lo largo del trayecto, subieron algunos pasajeros, pero las tres ancianas continuaron absortas en su conversación, incansables, con las cabezas muy juntas.


* Entre sorbo y sorbo de cerveza fría, observé a Midori, de espaldas, que cocinaba con esmero. Movía su cuerpo con agilidad y destreza mientras realizaba cuatro tareas a la vez. Viéndola, uno pensaba que estaba probando lo que se cocía en la cazuela, que picaba algo sobre la tabla de cortar o sacaba algo del frigorífico y lo servía en un plato, o que estaba lavando un cacharro que ya no necesitaba. De espaldas, recordaba a un percusionista indio. De esos que, mientras están haciendo sonar unas campanillas, aporrean una tabla y golpean unos huesos de búfalo de agua. Todos sus movimientos eran rápidos y precisos, el equilibrio perfecto. La contemplé con admiración.


* Nos miramos a los ojos. Le rodeé los hombros con un brazo y la besé. Midori tensó el cuerpo un momento, se relajó de inmediato y cerró los ojos. Nuestros labios permanecieron unidos unos cinco o seis segundos. El sol de principios de otoño proyectaba en sus mejillas la sombra de las pestañas, agitadas por un temblor casi imperceptible. Fue un beso dulce, cariñoso, sin ningún significado. De no haberme encontrado sentado en el terrado, al sol de la tarde, bebiendo cerveza y contemplando el incendio, no la hubiera besado, y creo que a ella le sucedía lo mismo. Al contemplar los tejados brillantes de las casas, el humo y las libélulas rojas, había brotado entre nosotros un sentimiento cálido e íntimo que, de manera inconsciente, habíamos deseado materializar. Así fue nuestro beso. Sin embargo, era un beso que no estaba exento de peligro.


* A las cinco le dije a Midori que me iba a trabajar y abandoné su casa. Le había propuesto salir a tomar algo, pero ella había rechazado mi invitación alegando que estaba esperando una llamada.
—Quedarme todo el día en casa esperando una llamada es algo que odio con todo el alma. Si estoy sola, me da la sensación de que voy pudriéndome y deshaciéndome, hasta convertirme en un líquido verdoso que es absorbido por la tierra. De mí sólo sobrevive la ropa. Ésta es la sensación que tengo cuando me quedo todo el día en casa esperando una llamada.


* Su belleza me emocionó. Me sorprendió que una mujer pudiera cambiar tanto en medio año. La nueva belleza de Naoko me seducía tanto, o más, que la anterior, pero, con todo, no pude reprimir un sentimiento de nostalgia al pensar en la que había perdido. En aquella belleza ensimismada propia de la adolescencia que había seguido su propio camino y jamás volvería.


* Caminé por un sendero bañado por la luz irreal de la luna, entré en el bosque, vagué por él sin rumbo. Bajo la luz de la luna, todos los sonidos tenían una extraña reverberación. El ruido amortiguado de mis pasos parecía llegar de lejos, cual si estuviera andando por el fondo del mar. A veces oía un ligero crujido a mis espaldas. En el bosque flotaba una tensión palpable, como si los animales nocturnos aguardaran, inmóviles, conteniendo la respiración, a que me alejara.


* Era hermosa como un ángel. Tenía una belleza angelical. Fue la primera y última vez en mi vida que vi una chica tan hermosa. Tenía el pelo largo y negro como la tinta china, los brazos y las piernas largos y gráciles, los ojos brillantes, los labios delgados y suaves como acabados de hacer. Al verla, me quedé sin habla. Cuando se sentó en el sofá de la sala de estar, la estancia parecía haberse transformado en otra mucho más lujosa. Si la mirabas de frente, quedabas deslumbrado. Tenías que entornar los ojos.


* Alargué el brazo e intenté tocarla, pero ella se echó hacia atrás. Los labios le temblaban. A continuación, alzó las dos manos y empezó a desabrocharse la bata. Tenía siete botones. Contemplé, cual si fuera una prolongación del sueño, cómo sus hermosos y delgados dedos iban desabrochándolos, uno tras otro. Una vez hubo soltado los siete pequeños botones blancos, Naoko, como una serpiente que se desprende de su piel, dejó que la bata se deslizara desde los hombros hasta la cadera y quedó completamente desnuda, pues no llevaba nada debajo. Lo único que tenía puesto era el pasador con forma de mariposa. Naoko, todavía arrodillada en el suelo, se quedó mirándome. Bañado por la suave luz de la luna, su cuerpo tenía el lustre de la carne recién nacida, y casi despertaba compasión. Al moverse —en un movimiento apenas perceptible—, las partes bañadas por la luz de la luna se desplazaron levemente, las sombras que teñían su cuerpo cambiaron de forma. Los pechos redondos y llenos, los pequeños pezones, la cavidad del ombligo, las caderas, el vello púbico, todas las texturas de aquella sombra cambiaron de forma, igual que las ondas sobre la superficie de un lago.


* «Ahora estoy haciendo el amor contigo. Estoy dentro de ti. Pero, en realidad, no tiene ninguna importancia. Tanto da. No deja de ser un coito. Al poner en contacto nuestros cuerpos imperfectos, no hacemos más que contarnos lo que no podríamos contarnos de otro modo. Y así adquirimos conciencia de nuestras respectivas imperfecciones»

Pensé en Naoko, en el cuerpo desnudo de Naoko con el pasador del pelo puesto. Imaginé la curva de su cintura y la sombra de su vello púbico. ¿Por qué se había desnudado delante de mí? ¿Estaba sonámbula? ¿O no había sido más que una fantasía? Con el paso del tiempo, conforme iba alejándome de aquel pequeño mundo, dudaba sobre si los sucesos de aquella noche habían sido reales. Si pensaba que habían ocurrido de verdad, me parecía que habían ocurrido de verdad; pero si pensaba que eran una fantasía, entonces me parecía que habían sido una fantasía. Para ser una ilusión, los detalles eran demasiado precisos; para ser reales, éstos eran demasiado hermosos. El cuerpo de Naoko y la luz de la luna.


* Hatsumi cruzó los brazos, cerró los ojos y se recostó en el asiento del taxi. Los pendientes de oro refulgían con el vaivén del vehículo. El vestido azul medianoche parecía haber sido confeccionado a propósito para la oscuridad del interior del taxi. Los labios bien delineados de Hatsumi, pintados en un tono pálido, temblaban como si ella misma temiera abrir la boca e iniciar un monólogo. Mirándola de aquella forma, comprendí por qué Nagasawa la había elegido para ser su novia. Quizás hubiera muchas mujeres más hermosas que Hatsumi y probablemente Nagasawa podía seducir a muchas de ellas. Pero Hatsumi poseía algo que hacía estremecer el corazón de las personas. No lo lograba con un gran despliegue de energía. La fuerza que emanaba de ella estaba escondida, pero despertaba la empatía en los demás. En el taxi, de camino a Shibuya, mientras la observaba, me pregunté qué era aquella emoción que yo sentía de pronto. Pero entonces no logré hallar la respuesta.



Diálogos:

* Cuanto más conocía a Nagasawa, más extraño me parecía. A lo largo de mi vida, me había cruzado, había encontrado o conocido a muchas personas extrañas, pero jamás a nadie que lo fuera tanto. Leía muchísimo más que yo, pero tenía por principio no adentrarse en una obra hasta que hubieran transcurrido treinta años de la muerte del autor. «Sólo me fío de estos libros», decía.
—No es que no crea en la literatura contemporánea, pero no quiero perder un tiempo precioso leyendo libros que no hayan sido bautizados por el paso del tiempo. ¿Sabes?, la vida es corta.
—¿Y qué escritores te gustan? —le pregunté.
—Balzac, Dante, Joseph Conrad, Dickens —me respondió al instante.
—No son muy actuales que digamos.
—Si leyera lo mismo que los demás, acabaría pensando como ellos. ¡El mundo está lleno de mediocres! A la gente que vale la pena le daría vergüenza hacer lo que hacen ésos. ¿No te has dado cuenta, Watanabe? Los únicos medianamente decentes de toda la residencia somos tú y yo. El resto son basura.
—¿Por qué lo dices? —Me sorprendí.
—Porque lo sé. Lo llevan escrito en la cara. Basta con mirarlos. Además, nosotros dos leemos El gran Gatsby.
Hice un cálculo mental: «Todavía no han pasado treinta años desde la muerte de Scott Fitzgerald».
—Y qué más da. ¡Por dos años! —exclamó—. A un escritor tan extraordinario como él lo adelanto, y no hay más que hablar.


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—Oye, Watanabe... —me susurró al oído.
—Dime.
—¿Tienes ganas de acostarte conmigo?
—Claro —dije.
—¿Podrás esperar?
—Podré esperar.
—Antes de hacerlo quiero estar mejor. Encontrarme bien y convertirme en tu pasatiempo. ¿Podrás esperar hasta entonces?
—Claro.
—¿Se te ha puesto dura?
—¿La planta del pie?
—¡Tonto! —Naoko soltó una risita.
—Si te refieres a si tengo una erección, te diré que si. Claro.
—¿Te importaría dejar de decir «claro»?
—No lo diré más.
—¿No es penoso?
—¿El qué?
—Que se te ponga dura.
—¿«Penoso»? —repetí.
—Es decir, doloroso.
—Según como lo mires.
—¿Te ayudo a correrte?
—¿Con la mano?
—Sí —afirmó Naoko—. Desde hace rato se me está clavando aquí y me hace daño.
Me aparté un poco.
—¿Está mejor así?
—Sí, gracias.
—Escucha, Naoko...
—¿Qué?
—Me gustaría que lo hicieras.
—Bien. —Esbozó una sonrisa.
Me bajó la cremallera de los pantalones y asió mi pene erecto.
—Está caliente —dijo.
Se disponía a mover la mano cuando la detuve, le desabotoné la blusa, le rodeé la espalda con mis brazos, le desabroché el sujetador. Besé sus suaves pechos. Naoko cerró los ojos y empezó a mover los dedos despacio.
—Lo haces bastante bien.
—Sé buen chico y estate callado.


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—Watanabe, ¿sabes lo que más me gusta de las películas porno?
—No.
—Pues que cuando empieza una escena de sexo se oye cómo alrededor en la sala todo el mundo traga saliva. ¡Glups! —comentó Midori—. Me encanta ese ¡glups! ¡Es muy gracioso!


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Después entramos en un bar y tomamos una copa. Yo bebí un vaso de whisky, Midori, dos o tres copas de no sé qué cóctel. Al salir del local, se empeñó en trepar a un árbol.
—Por aquí no hay árboles. Además, estás demasiado borracha para subirte a uno —le advertí.
—Eres siempre tan sensato que acabas deprimiendo al personal. Estoy borracha porque me da la gana. ¿Pasa algo? Y, aunque lo esté, puedo subirme a los árboles. ¡Eso es! Me subiré a uno muy, muy alto y me haré pipí encima de la gente, como si fuera una cigarra.
—¿No será que tienes ganas de ir al baño?
—Sí.


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—El otro día me desnudé delante de la fotografía de mi padre. Le mostré mi cuerpo en una postura de yoga. «Mira, papá, esto son las tetas, esto el coño...»
—¿Y por qué lo hiciste? —le pregunté anonadado.
—Me apetecía mostrarle mi cuerpo. Total, la mitad de mi existencia es fruto de un espermatozoide suyo, ¿no? ¿Qué hay de malo en enseñárselo? «Ésta es tu hija.» Puestos a confesarlo todo, estaba borracha, lo cual me animó a hacerlo.
—Ah.
—Al llegar, mi hermana se quedó patidifusa. Me vio desnuda, abierta de piernas, delante de la fotografía de mi padre. Y claro, se sorprendió.
—No me extraña.
—Le expliqué mis razones. Le dije: «Hazlo tú también, Momo. Ven aquí, desnúdate y enséñaselo todo a papá». Pero ella no lo hizo. Se sorprendió y se fue. En estas cosas, es muy conservadora.


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—Cuéntame algo —dijo Midori presionando la cara contra mi pecho.
—¿Qué quieres que te cuente?
—Cualquier cosa. Algo que me haga sentirme mejor.
—Eres muy guapa.
—Midori. Pronuncia mi nombre.
—Eres muy bonita, Midori —corregí.
—¿Cuánto?
—Tan bonita como para hacer que las montañas se derrumben y el mar se seque.
Midori levantó la cabeza y me miró.
—¡Tus expresiones son muy peculiares! —comentó.
—Viniendo de ti, me quedo tranquilo —dije, riéndome.
—Dime más cosas bonitas.
—Me gustas, Midori.
—¿Cuánto?
—Me gustas como un oso en primavera.
—¿«Un oso en primavera»? —Midori volvió a levantar la cabeza—. ¿Qué es esto? ¡«Un oso en primavera»!
—Imagina que paseas sola por un prado y se te acerca un osito con la piel aterciopelada y unos ojazos. De pronto el osito te dice: «¡Buenos días, señorita! ¿Quiere usted rodar conmigo?». Entonces tú y el osito os pasáis el día entero rodando abrazados por una ladera sembrada de tréboles. Es bonito, ¿no?
—Muy bonito.
—Pues a mí me gustas tanto como eso.
Midori me abrazó con fuerza.
—Es lo mejor que he oído nunca —agradeció—. Si tanto te gusto, ¿harás caso de cualquier cosa que te diga? ¡Y no te enfades!
—Claro.
—¿Me cuidarás siempre?
—Claro. —Y le acaricié su pelo corto, parecido al de un bebé—. Todo irá bien. No te preocupes por nada.
—Tengo miedo —dijo Midori.
La abracé con dulzura hasta que sus hombros empezaron a subir y bajar rítmicamente y empezó a oírse la respiración del sueño.

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